LOS QUE VIERON EL SOL
Por Eliseo (seudónimo)
Miguel: Así que tú no querías más cuentos con el maricón ese ¿eh?
David: Oye, el maricón se llama Diego.
Miguel: Diego, ya no es el maricón. Ahora es Diego.
Fresa y Chocolate
— ¡Levántate Davisito, te llaman de la unidad!
— Pero si es domingo mamá.
— Oye, dale que es Alfonso, tu jefe.
— ¿Qué quiere?
— No sé, dice que te pongas urgente al teléfono, que tienes que irte para allá.
Cuando David llegó a la unidad donde pasaba el servicio militar obligatorio, en la jefatura del Ministerio del Interior de su ciudad, notó que algo raro estaba ocurriendo. La noche anterior se había pegado a tomar cerveza con sus amigos y estuvieron de farra hasta las cuatro de la mañana. Estaba medio dormido todavía y no atinaba a hacer otra cosa que arrastrar los pies hasta la oficina del mayor Alfonso.
— Buenos días Mayor.
— Te cogió tarde David.
— Es que hoy no me tocaba guardia ni nada, ¿qué pasó?
— Ahora te vas a enterar.
Se hizo una formación improvisada, en la plaza de actos, bajo el sol. Alfonso estaba serio, había un corre corre tremendo en el pasillo de los oficiales y los carros de los jefes llegaban en caravana por la puerta delantera de la delegación. Se debe haber formado una bronca tremenda en algún barrio, o se jodió Raúl —pensó David— mientras recorría la estancia con la vista, disimulando un largo bostezo.
Compañeros: —empezó diciendo Alfonso, con un tono grave— en horas de la mañana de hoy 11 de julio, elementos contrarrevolucionarios siguiendo un plan orquestado por el enemigo, han tomado las calles en varias ciudades del país. La orden es detener las manifestaciones al precio que sea necesario. Se van a ir en los camiones con los jefes de pelotón, nosotros y los compañeros del departamento de contrainteligencia vamos a estar detrás dando instrucciones.
David tardó en procesar lo que acababa de oír. Los otros muchachos de su pelotón tenían entre 18 y 19 años, igual que él. Por azares de la vida les había tocado cumplir el servicio militar en el Ministerio del Interior. El jefe de pelotón dio la orden y todos en silencio se subieron al camión. De pronto David se sintió muy despierto, le dolía la cabeza. Recordó que justo la noche anterior, entre tragos, estuvo hablando sobre política con Diego, su mejor amigo, quien tiene una posición bastante crítica con el gobierno. A David nunca le ha gustado la política, le parece algo distante y aburrido, algo que no puede afectarle en su vida diaria, un tema para viejos.
En el camino hacia el centro de la ciudad los carros patrulleros pasan silbando en todas direcciones. La cosa está mala —se dijo—. Algo se le retorcía en el estómago, una especie de premonición maldita.
— No tengan miedo, es pa´ arriba de ellos con todo, —dice Miguel el jefe de pelotón. Todos los reclutas saben que Miguel sí es un comecandela, él quiere quedarse en el MININT y hacer carrera en la policía, ahora con esto tiene una oportunidad para demostrar que él es de los comprometidos, le dieron en la vena del gusto.
Llegan, cuando David se baja del camión se da cuenta de que está jadeando, tiene mucho miedo, a unas cuadras está la manifestación en efervescencia.
— ¡Arriba! Aquí es cuando hay que demostrar que ustedes son hombres de verdad—gritó Miguel. Un recluta se echó a llorar: —Yo no quiero ir.
— ¿Que tú dices? —preguntó Miguel amenazante.
—Yo no quiero. —dijo el recluta entre sollozos, es un joven flaco y nervioso, apenas puede mantenerse en pie.
—Tú estás loco, —responde Miguel y lo agarra por el cuello de la camisa de campaña— ¡aquí es todo el mundo pa´ alante, que hay que parar esto como sea!
— David, dale tú por la derecha con tu escuadra, yo voy por el medio con la mía, y los demás detrás por la izquierda. —dijo Miguel.
David no sentía las piernas, comenzó a avanzar temblando. Apretaba duro la tonfa en la mano derecha. La multitud se acercaba, había mujeres y jóvenes como él, algunos eran casi niños. Aquello se sentía muy mal en sus tripas, pero estaba obligado a hacerlo.
De pronto la política le parecía algo más cercano, una bestia que podía tragárselo entero, sentía sus colmillos rozándole la espalda y sus gruñidos de odio en la voz de Miguel y en las sirenas de las patrullas que rodeaban la manifestación como buitres esperando la muerte.
Estaba dispuesto a pegar si hacía falta, pero no quería hacerlo, tenía miedo de que la multitud lo despedazara en un arrebato de ira, sin embargo, no había rabia en los rostros de los jóvenes que veía delante, la rabia la sentía detrás. Recordó un libro que decía que en Stalingrado a los soldados soviéticos les disparaban por la espalda si intentaban retroceder en el campo de batalla, en estos momentos David se sentía un poco como en Stalingrado.
A unos diez metros, comenzó a detallar los rostros de los manifestantes, tardaba en procesar las imágenes, la adrenalina le recorría cada centímetro de su cuerpo. Se dió cuenta que entre el tumulto hay caras amigas, reconoce a Diego, una punzada súbita le oprimió el pecho, justo anoche eran como dos hermanos disfrutando su juventud entre tragos de cerveza y chicas de pueblo.
El comisario Miguel gritaba frenético: — ¡Arriba, palo con ellos, que no pase ninguno, viva la revolución!
El calor era insoportable, David alzó la vista sobre los tejados antiguos del centro del pueblo y sintió el castigo del sol en su rostro, cuando baja la cabeza ve a Diego que viene sonriente, con los brazos abiertos: — ¡Davisito, ven con nosotros, esto se acabó!
— David quería abrazarlo, iba a soltar la tonfa, pero en su cuello siente el aliento de Miguel: — ¡Suénalo David, suénalo coño, suénalo!
El sonido de las costillas rotas de Diego bajo el impacto de la tonfa terminó por dejar sin aire a David. Se sintió descendiendo a un vacío oscuro, se le fue la vista y perdió el conocimiento mientras caía de espaldas al suelo. Lo último que vio fue el sol.